Testimonio
Familiares
Una de las peores cosas que le puede pasar a un padre es que sus hijos enfermen.
El día que diagnosticaron lupus a mi hija fue un día raro y triste. No tanto por lo que implicaba tener esa enfermedad, ya que en ese momento aún no éramos conscientes, sino por el hecho de que mi hija tuviera una enfermedad. Es algo que cuesta mucho creer, asimilar y aceptar. Con el paso del tiempo, la enfermedad empezó a estar cada vez más presente en la vida de mi hija y entonces apareció el sufrimiento.
Está claro que la persona enferma es la que se lleva la peor parte pero, los familiares, las personas que conviven con ella, también sufren mucho. Como madre, ha sido un dolor muy grande ver cómo poco a poco la vitalidad y la energía características de mi niña iban desapareciendo.
Cada vez que subo a la habitación a estar con ella y la veo tumbada en la cama con la cara desencajada del dolor, cada vez que salgo un sábado por la tarde y veo por la calle y en las cafeterías reír y disfrutar a gente de su edad y ella se ha tenido que quedar en casa, cada vez que vamos al hospital de día y muchas veces más que podría enumerar, siento un vuelco enorme en el corazón.
Mi hija ha tenido que aprender a convivir con una enfermedad muy dura que le ha cambiado por completo su vida pero nosotros, como familiares, también hemos tenido que recorrer un largo camino hasta aceptar esta nueva situación.
A pesar de todo, ha sido y sigue siendo una gran lección ver cómo mi hija hace frente a la enfermedad, lucha, se esfuerza y se supera día tras día y da gracias constantemente a la vida. Mi hija es mi motor. Es la persona que me transmite fuerza y calma y la que hace que cada día sea más humana, empática, humilde y agradecida con la vida.